Derrota de las tropas comuneras en Villalar 1521
El
levantamiento de los comuneros fue dirigido por Toledo que ya antes de que
Carlos V partiera de España el 20 de mayo de 1520 había expulsado a su
corregidor y establecido una Comunidad. Durante el mes de junio la revuelta se
difundió por la mayor parte de las ciudades de Castilla la Vieja que, una tras otra,
expulsaron a los oficiales reales y a los recaudadores de impuestos y
proclamaron la
Comunidad. Fueron revueltas populares espontáneas, aunque el
patriciado urbano también participó y en Zamora estuvo al frente del movimiento
un obispo soldado, Antonio de Acuña. Toledo tomó la iniciativa en el intento de
extender la base política del movimiento y en el mes de julio convocó una
reunión de cuatro ciudades en Ávila, de la que surgió una junta
revolucionaria que obligó al regente
Adriano a salir de Valladolid y organizó un gobierno alternativo rival. En
septiembre de 1520 el movimiento alcanzó el punto álgido de su poder. Con una
causa, una organización y un ejército, ya no pedía reformas, sino que intentaba
imponer condiciones al monarca.
En este punto,
comenzaron a producirse divisiones entre revolucionarios y reformistas. La
junta pretendía redefinir la relación entre el rey y el pueblo, sobre la base
del principio de que el reino estaba por encima del rey y de que la junta
representaba al reino. En el nuevo orden político las Cortes ejercerían una
función más importante y tendrían el derecho de estudiar sus quejas antes de
votar los impuestos, y se permitiría a los representantes de la comunidad que
votaran a sus delegados. Estas posturas determinaron que abandonaran el
movimiento los elementos moderados de
Burgos y Valladolid que estaban sometidos a una importante presión por parte de
las autoridades reales y de la alta nobleza
Cuando la
junta comenzó a reclamar todos los poderes del Estado, los moderados
abandonaron la lucha y las fuerzas reales entraron en acción. El 5 de
diciembre, con la ayuda de la aristocracia y el oportuno envío de fuerzas desde
Portugal, tomaron Tordesillas, el cuartel general de la junta.
Pero los
comuneros no estaban derrotados todavía. Su revolución no era simplemente un
movimiento político, sino también social; era más que un conflicto entre las
ciudades y el poder real, era un enfrentamiento con la alta nobleza y los
grandes comerciantes. Carlos V había tenido la habilidad de situar al almirante
y al condestable de Castilla, Fadrique Enríquez e Iñigo de Velasco,
respectivamente, junto a Adriano de Utrecht como cogobernadores del país,
alineando, con ellos, a los magnates castellanos a favor de la causa real.
En el campo de
batalla, los comuneros no eran enemigo para el ejército real y las fuerzas de
la nobleza, y fueron derrotados en la batalla de Villalar el 24 de abril de
1521. Al día siguiente fueron ejecutados los jefes de la rebelión Juan de
Padilla, Juan Bravo y Pedro Maldonado representantes de Toledo, Segovia y
Salamanca.
Toledo resistió seis meses más
con sus fuerzas comandadas por el último jefe rebelde, el obispo Acuña. Pero
finalmente fue capturado y encarcelado en el castillo de Simancas, en donde fue
ejecutado a garrote tras un intento de fuga. En octubre de 1521 también Toledo
tuvo que capitular.
El grueso de
las filas comuneras lo formaban los sectores populares urbanos, que se enfrentaban
a la oligarquía tradicional de las ciudades. Es decir, el pueblo llano contra
el patriciado. Segovia, centro de una activa región agrícola y de un sector
industrial en crecimiento, desempeñó un papel destacado en la revuelta y sufrió
las consecuencias al recaer sobre ella con mayor rigor las multas y castigos.
La mayor parte de la nobleza permaneció ajena al movimiento o se opuso a él.
Pero los aristócratas urbanos eran sólo una parte de la nobleza.
Los grandes y
la alta nobleza también actuaron en contra de los comuneros, en defensa de la
ley y el orden y para restablecer su propio poder allí donde se había visto
menoscabado. No les preocupaban seriamente los derechos de Carlos V, hacia el
que no sentían admiración, y la mayor parte de los nobles se mostraron
impasibles mientras los comuneros se limitaron a desafiar el poder real.
Pero junto al
ala política de los comuneros se había desarrollado un movimiento antiseñorial
radical que desafiaba el poder feudal de la nobleza. Era una revolución desde
abajo, un levantamiento de los vasallos de la nobleza. Un grupo de grandes señores comenzaron a armarse
para defender sus derechos señoriales, lo que llevó a los jefes comuneros a
endurecer su actitud y tomar las armas.
El movimiento
adquirió entonces el carácter de una revolución social, en la que los comuneros
luchaban no sólo contra el poder real sino contra el privilegio y la supremacía
aristocráticos. En algunos lugares se produjo una lucha sin cuartel: hubo
castillos destruidos y propiedades saqueadas, y las fuerzas urbanas recibieron
un apoyo entusiasta de la población rural en su intento de liberarse de las
cargas feudales. En consecuencia, los grandes no sólo luchaban para servir al
rey sino para defender su jurisdicción señorial.
Las capas medias
urbanas – los pequeños propietarios, artesanos, comerciantes al por menor y
titulados universitarios- estuvieron en el centro del movimiento comunero y
protagonizaron la dirección del mismo. Aunque no eran pobres, tampoco eran
ricos y poco tenían en común con los acomodados comerciantes exportadores,
aliados de la nobleza contra los comuneros. En definitiva, las capas medias no
constituían una clase social homogénea, una burguesía urbana, y si bien los
comuneros tenían una base social carecían de una base de clase. En el conflicto
se enfrentaban intereses sectoriales distintos, y cada uno de los bandos
constituía una coalición de grupos y una alianza política.
El programa de
los comuneros tenía algo que ofrecer a la mayor parte de quienes los apoyaban:
la limitación del poder real, el freno al poder de la nobleza, la reducción de
los impuestos, la reducción de los gastos del gobierno y la represión de la
corrupción y la reforma de los municipios que permitiera una mayor
participación de los sectores no privilegiados, la Comunidad. Pedían
también la reducción de las exportaciones de lana a favor de los compradores
nacionales y la protección de la industria textil castellana. Estas últimas
reivindicaciones estaban alentadas por los manufactureros y artesanos de
Segovia, Palencia, Cuenca y otras ciudades del interior, frente a aquellos que
se beneficiaban de las exportaciones de lana, los ganaderos, los nobles que
poseían tierras de pasto, los comerciantes de Burgos y los hombres de negocios
extranjeros.
En 1520, el
poder real se alineó de forma explícita en esta coalición de intereses
dominantes, sabedor de que los derechos de aduana que obtenía de esas
exportaciones constituían una parte importante de sus ingresos y de que los
súbditos flamencos de la corona querían
la lana de España y aspiraban a acceder a los mercados españoles. Pero
aunque Carlos V contó con la colaboración de los grandes y los nobles para
aplastar a los comuneros lo cierto es que no satisfizo sus ambiciones ni les otorgó
el poder que reclamaban. Fue una victoria de la aristocracia sobre la población
de las ciudades, pero el premio del triunfo fue a parar a manos del rey.
John LYNCH, “Monarquía e imperio.
El reinado de Carlos V”