sábado, 24 de noviembre de 2012

INSURRECCIÓN COMUNERA

                                       
                                         Derrota de las tropas comuneras en Villalar 1521


El levantamiento de los comuneros fue dirigido por Toledo que ya antes de que Carlos V partiera de España el 20 de mayo de 1520 había expulsado a su corregidor y establecido una Comunidad. Durante el mes de junio la revuelta se difundió por la mayor parte de las ciudades de Castilla la Vieja que, una tras otra, expulsaron a los oficiales reales y a los recaudadores de impuestos y proclamaron la Comunidad. Fueron revueltas populares espontáneas, aunque el patriciado urbano también participó y en Zamora estuvo al frente del movimiento un obispo soldado, Antonio de Acuña. Toledo tomó la iniciativa en el intento de extender la base política del movimiento y en el mes de julio convocó una reunión de cuatro ciudades en Ávila, de la que surgió una junta revolucionaria  que obligó al regente Adriano a salir de Valladolid y organizó un gobierno alternativo rival. En septiembre de 1520 el movimiento alcanzó el punto álgido de su poder. Con una causa, una organización y un ejército, ya no pedía reformas, sino que intentaba imponer condiciones al monarca.
En este punto, comenzaron a producirse divisiones entre revolucionarios y reformistas. La junta pretendía redefinir la relación entre el rey y el pueblo, sobre la base del principio de que el reino estaba por encima del rey y de que la junta representaba al reino. En el nuevo orden político las Cortes ejercerían una función más importante y tendrían el derecho de estudiar sus quejas antes de votar los impuestos, y se permitiría a los representantes de la comunidad que votaran a sus delegados. Estas posturas determinaron que abandonaran el movimiento los  elementos moderados de Burgos y Valladolid que estaban sometidos a una importante presión por parte de las autoridades reales y de la alta nobleza
Cuando la junta comenzó a reclamar todos los poderes del Estado, los moderados abandonaron la lucha y las fuerzas reales entraron en acción. El 5 de diciembre, con la ayuda de la aristocracia y el oportuno envío de fuerzas desde Portugal, tomaron Tordesillas, el cuartel general de la junta.
Pero los comuneros no estaban derrotados todavía. Su revolución no era simplemente un movimiento político, sino también social; era más que un conflicto entre las ciudades y el poder real, era un enfrentamiento con la alta nobleza y los grandes comerciantes. Carlos V había tenido la habilidad de situar al almirante y al condestable de Castilla, Fadrique Enríquez e Iñigo de Velasco, respectivamente, junto a Adriano de Utrecht como cogobernadores del país, alineando, con ellos, a los magnates castellanos a favor de la causa real.
En el campo de batalla, los comuneros no eran enemigo para el ejército real y las fuerzas de la nobleza, y fueron derrotados en la batalla de Villalar el 24 de abril de 1521. Al día siguiente fueron ejecutados los jefes de la rebelión Juan de Padilla, Juan Bravo y Pedro Maldonado representantes de Toledo, Segovia y Salamanca.
Toledo resistió seis meses más con sus fuerzas comandadas por el último jefe rebelde, el obispo Acuña. Pero finalmente fue capturado y encarcelado en el castillo de Simancas, en donde fue ejecutado a garrote tras un intento de fuga. En octubre de 1521 también Toledo tuvo que capitular.

El grueso de las filas comuneras lo formaban los sectores populares urbanos, que se enfrentaban a la oligarquía tradicional de las ciudades. Es decir, el pueblo llano contra el patriciado. Segovia, centro de una activa región agrícola y de un sector industrial en crecimiento, desempeñó un papel destacado en la revuelta y sufrió las consecuencias al recaer sobre ella con mayor rigor las multas y castigos. La mayor parte de la nobleza permaneció ajena al movimiento o se opuso a él. Pero los aristócratas urbanos eran sólo una parte de la nobleza.
Los grandes y la alta nobleza también actuaron en contra de los comuneros, en defensa de la ley y el orden y para restablecer su propio poder allí donde se había visto menoscabado. No les preocupaban seriamente los derechos de Carlos V, hacia el que no sentían admiración, y la mayor parte de los nobles se mostraron impasibles mientras los comuneros se limitaron a desafiar el poder real.
Pero junto al ala política de los comuneros se había desarrollado un movimiento antiseñorial radical que desafiaba el poder feudal de la nobleza. Era una revolución desde abajo, un levantamiento de los vasallos de la nobleza. Un  grupo de grandes señores comenzaron a armarse para defender sus derechos señoriales, lo que llevó a los jefes comuneros a endurecer su actitud y tomar las armas.
El movimiento adquirió entonces el carácter de una revolución social, en la que los comuneros luchaban no sólo contra el poder real sino contra el privilegio y la supremacía aristocráticos. En algunos lugares se produjo una lucha sin cuartel: hubo castillos destruidos y propiedades saqueadas, y las fuerzas urbanas recibieron un apoyo entusiasta de la población rural en su intento de liberarse de las cargas feudales. En consecuencia, los grandes no sólo luchaban para servir al rey sino para defender su jurisdicción señorial.
Las capas medias urbanas – los pequeños propietarios, artesanos, comerciantes al por menor y titulados universitarios- estuvieron en el centro del movimiento comunero y protagonizaron la dirección del mismo. Aunque no eran pobres, tampoco eran ricos y poco tenían en común con los acomodados comerciantes exportadores, aliados de la nobleza contra los comuneros. En definitiva, las capas medias no constituían una clase social homogénea, una burguesía urbana, y si bien los comuneros tenían una base social carecían de una base de clase. En el conflicto se enfrentaban intereses sectoriales distintos, y cada uno de los bandos constituía una coalición de grupos y una alianza política.
El programa de los comuneros tenía algo que ofrecer a la mayor parte de quienes los apoyaban: la limitación del poder real, el freno al poder de la nobleza, la reducción de los impuestos, la reducción de los gastos del gobierno y la represión de la corrupción y la reforma de los municipios que permitiera una mayor participación de los sectores no privilegiados, la Comunidad. Pedían también la reducción de las exportaciones de lana a favor de los compradores nacionales y la protección de la industria textil castellana. Estas últimas reivindicaciones estaban alentadas por los manufactureros y artesanos de Segovia, Palencia, Cuenca y otras ciudades del interior, frente a aquellos que se beneficiaban de las exportaciones de lana, los ganaderos, los nobles que poseían tierras de pasto, los comerciantes de Burgos y los hombres de negocios extranjeros.
En 1520, el poder real se alineó de forma explícita en esta coalición de intereses dominantes, sabedor de que los derechos de aduana que obtenía de esas exportaciones constituían una parte importante de sus ingresos y de que los súbditos flamencos de la corona querían  la lana de España y aspiraban a acceder a los mercados españoles. Pero aunque Carlos V contó con la colaboración de los grandes y los nobles para aplastar a los comuneros lo cierto es que no satisfizo sus ambiciones ni les otorgó el poder que reclamaban. Fue una victoria de la aristocracia sobre la población de las ciudades, pero el premio del triunfo fue a parar a manos del rey.

 John LYNCH,  “Monarquía e imperio. El reinado de Carlos V”    

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