Fraga y el embajador americano se bañan en la playa de Palomares.
En la mañana del 17 de enero de 1966, un superbombardero norteamericano B-52 que venía de patrullar por “el telón de acero”, chocó con un avión–nodriza de sus Fuerzas Aéreas que, procedente de la base española de Morón, iba a repostarle combustible. El accidente se produjo a la altura de la localidad almeriense de Palomares. Con los restos de las dos aeronaves cayeron cuatro bombas de hidrógeno (bombas H) que portaba el bombardero. Siete tripulantes perdieron la vida y otros tres fueron recogidos por un pesquero que faenaba en las proximidades.
La emisión de radiactividad del armamento nuclear era un problema acuciante, cuyas graves consecuencias eran desconocidas por la mayoría de los habitantes de la zona. Las autoridades españolas informaron del accidente, pero sin referirse a la existencia del armamento nuclear. Fueron los norteamericanos quienes se hicieron rápidamente cargo del asunto, poniendo en marcha la operación Flecha Rota para recuperar los ingenios. Veinticuatro horas después del accidente se habían hallado en tierra tres de las bombas caídas, que se habían abierto y estaban liberando sustancias radiactivas. Pero faltaba la cuarta, que había caído al mar.
Para entonces, el secreto había dejado de serlo. En medio de una expectación creciente, que llevó a Palomares a numerosos periodistas españoles y extranjeros, veinte buques norteamericanos con equipos de buceadores, un batiscafo y dos minisubmarinos rastrearon durante semanas las aguas de la zona. Localizada a mediados de marzo, gracias a los datos aportados por un testigo, el pescador Francisco Simó - conocido en adelante como Paco el de la bomba- el mal tiempo retrasó las tareas de rescate hasta el 7 de abril ,casi tres meses después del accidente.
El caso de la “bomba de Palomares” que pudo haber sido el origen de una catástrofe nuclear de imprevisibles consecuencias, tuvo en vilo a la opinión internacional. Lógicamente causó una gran preocupación en España, aunque el control gubernamental sobre los medios de comunicación logró minimizar el incidente y evitar críticas al funcionamiento de la alianza militar con Washington, que implicaba el tránsito y almacenamiento de armamento nuclear en territorio español sin que el Gobierno lo pudiera controlar.
El temor a la contaminación radiactiva llevó a las autoridades a mantener una intensa, aunque discreta vigilancia sobre la salud de la población del área de Palomares, sometida a controles epidemiológicos durante años. Se prohibió la recolección agrícola y la pesca en la zona contaminada a cambio de pequeñas compensaciones económicas. Hubo que extraer toneladas de tierra y vegetación, que fueron metidas en barriles y enviadas a Estados Unidos. Pero, en todo momento, el Ministerio de Información y Turismo procuró dar la sensación de que el incidente no revestía peligro alguno. Las imágenes del ministro Fraga y del embajador norteamericano, Angier Biddle Duke, bañándose alegremente en las aguas de la playa de Palomares dieron la vuelta al mundo.
El episodio venía a culminar una serie de actitudes norteamericanas que el Gobierno español acabó considerando de una prepotencia insoportable. La delicada situación internacional del Régimen, que había potenciado su subordinación a Washington en los acuerdos de 1953, había sido superada hacía ya tiempo. Madrid exigía un trato más igualitario y mayores compensaciones por la utilización de las bases militares. Desde mediados de los años sesenta, Rota era una base de submarinos atómicos, con el riesgo que ello conllevaba para España en caso de conflicto nuclear. Molestaba en los medios del Régimen que el rechazo que el Senado estadounidense a la dictadura de Franco impidiera elevar el acuerdo de préstamo y arriendo a la categoría de alianza militar. Tampoco apreciaba la diplomacia española colaboración norteamericana en sus intentos de integrase en la OTAN - aunque el veto era sobre todo europeo - en las negociaciones con el Mercado Común o en el contencioso de Gibraltar.
Julio GIL PECHARROMÁN, Julio “Turismo, información y censura” ( La España de Franco” nº8).
La emisión de radiactividad del armamento nuclear era un problema acuciante, cuyas graves consecuencias eran desconocidas por la mayoría de los habitantes de la zona. Las autoridades españolas informaron del accidente, pero sin referirse a la existencia del armamento nuclear. Fueron los norteamericanos quienes se hicieron rápidamente cargo del asunto, poniendo en marcha la operación Flecha Rota para recuperar los ingenios. Veinticuatro horas después del accidente se habían hallado en tierra tres de las bombas caídas, que se habían abierto y estaban liberando sustancias radiactivas. Pero faltaba la cuarta, que había caído al mar.
Para entonces, el secreto había dejado de serlo. En medio de una expectación creciente, que llevó a Palomares a numerosos periodistas españoles y extranjeros, veinte buques norteamericanos con equipos de buceadores, un batiscafo y dos minisubmarinos rastrearon durante semanas las aguas de la zona. Localizada a mediados de marzo, gracias a los datos aportados por un testigo, el pescador Francisco Simó - conocido en adelante como Paco el de la bomba- el mal tiempo retrasó las tareas de rescate hasta el 7 de abril ,casi tres meses después del accidente.
El caso de la “bomba de Palomares” que pudo haber sido el origen de una catástrofe nuclear de imprevisibles consecuencias, tuvo en vilo a la opinión internacional. Lógicamente causó una gran preocupación en España, aunque el control gubernamental sobre los medios de comunicación logró minimizar el incidente y evitar críticas al funcionamiento de la alianza militar con Washington, que implicaba el tránsito y almacenamiento de armamento nuclear en territorio español sin que el Gobierno lo pudiera controlar.
El temor a la contaminación radiactiva llevó a las autoridades a mantener una intensa, aunque discreta vigilancia sobre la salud de la población del área de Palomares, sometida a controles epidemiológicos durante años. Se prohibió la recolección agrícola y la pesca en la zona contaminada a cambio de pequeñas compensaciones económicas. Hubo que extraer toneladas de tierra y vegetación, que fueron metidas en barriles y enviadas a Estados Unidos. Pero, en todo momento, el Ministerio de Información y Turismo procuró dar la sensación de que el incidente no revestía peligro alguno. Las imágenes del ministro Fraga y del embajador norteamericano, Angier Biddle Duke, bañándose alegremente en las aguas de la playa de Palomares dieron la vuelta al mundo.
El episodio venía a culminar una serie de actitudes norteamericanas que el Gobierno español acabó considerando de una prepotencia insoportable. La delicada situación internacional del Régimen, que había potenciado su subordinación a Washington en los acuerdos de 1953, había sido superada hacía ya tiempo. Madrid exigía un trato más igualitario y mayores compensaciones por la utilización de las bases militares. Desde mediados de los años sesenta, Rota era una base de submarinos atómicos, con el riesgo que ello conllevaba para España en caso de conflicto nuclear. Molestaba en los medios del Régimen que el rechazo que el Senado estadounidense a la dictadura de Franco impidiera elevar el acuerdo de préstamo y arriendo a la categoría de alianza militar. Tampoco apreciaba la diplomacia española colaboración norteamericana en sus intentos de integrase en la OTAN - aunque el veto era sobre todo europeo - en las negociaciones con el Mercado Común o en el contencioso de Gibraltar.
Julio GIL PECHARROMÁN, Julio “Turismo, información y censura” ( La España de Franco” nº8).
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